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Horas penosas, de Thomas Mann ‐

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Un tema central en Mann es la civilización burguesa y liberal, su precariedad que exige un control que a su vez posibilita sus logros espirituales. Thomas Mann, porque es un artista burgués convencido, sabe que esas mismas virtudes de control, de forma, son las que posibilitan un despliegue expresivo y no caótico del genio artístico. Por otra parte, ese control es diabólico. O dicho más sutilmente: ese control engendra al diablo del deseo sin el cual no habría arte, por ejemplo, ni civilización posible (que no fuera estéril). En efecto, esa metáfora va más allá del arte extendiéndose a la sociedad burguesa (de la cual el artista se aleja y al mismo tiempo, paradójicamente, a la cual se dirige). Hans Castorp, en su búsqueda de la enfermedad espiritual que lo «salva» de la satisfacción material, intuye algo de ese dilema. La vida burguesa entraña un pacto fáustico al revés: la renuncia a la pasión en pos de la medianía, esa aurea mediocritas horaciana. A su modo, es un pacto con el diablo de la seguridad, a cambio de sacrificar la aventura, el riesgo, la potencia de ser. «No te será ya permitido amar», no es sólo el precio que el diablo le pone al artista genial que quiere elevarse sobre lo humano, sino que puede ser el precio que pagamos todos los días por intentar ser civilizados en una sociedad «demasiado humana» (como habría dicho Nietzche). El otro apunte. Se ha acusado a menudo a Mann de falta de corazón, de frialdad, especialmente por la consideración racional que hace de los dilemas de sus personajes: esos interminables diálogos no acerca de sus sentimientos como querría la novela burguesa, precisamente sino acerca de sus ideas. La acusación no sólo es tonta, es algo peor, es insensible. No sólo las ideas son una pasión en Mann casi siempre comunicada a sus lectores sino que esa pasión ese dolor es un tema central de su obra. En esa distancia entre la idea y la realidad, entre el arte y la vida, nos ataja el diablo y nos tienta. A pesar de su lerda insensibilidad, aquella acusación contra el principal novelista intelectual del siglo veinte, ha tenido un efecto dañino que llega hasta nuestros días. Entre los varios empobrecimientos de la ficción posmoderna habrá que constatar también este triunfante y deplorable descrédito de la novela de ideas en general. Sustituida, cuando mucho, por la novela narcisista del escritor sin ideas. Al cual correspondería un lector hedonista -cuyo hedonismo miserable no incluiría el placer de pensar. Mann, como hijo convencido del siglo XIX burgués y liberal, fue dado por muerto varias otras veces en el curso de las décadas pasadas desde su fallecimiento (más recientemente por lo que Harold Bloom llama la Escuela del Resentimiento, que lo sepultó a él y a la novela de ideas en el mausoleo de los Dead White Males). Sin embargo hoy, en el contexto de un nuevo liberalismo triunfante y un aburguesamiento masivos, pocas voces literarias suenan más profundas y avisadas acerca de los valores espirituales y los pactos fáusticos que una época como esta ofrece al artista. Y, en general, a la sociedad contemporánea.

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Un tema central en Mann es la civilización burguesa y liberal, su precariedad que exige un control que a su vez posibilita sus logros espirituales. Thomas Mann, porque es un artista burgués convencido, sabe que esas mismas virtudes de control, de forma, son las que posibilitan un despliegue expresivo y no caótico del genio artístico. Por otra parte, ese control es diabólico. O dicho más sutilmente: ese control engendra al diablo del deseo sin el cual no habría arte, por ejemplo, ni civilización posible (que no fuera estéril). En efecto, esa metáfora va más allá del arte extendiéndose a la sociedad burguesa (de la cual el artista se aleja y al mismo tiempo, paradójicamente, a la cual se dirige). Hans Castorp, en su búsqueda de la enfermedad espiritual que lo «salva» de la satisfacción material, intuye algo de ese dilema. La vida burguesa entraña un pacto fáustico al revés: la renuncia a la pasión en pos de la medianía, esa aurea mediocritas horaciana. A su modo, es un pacto con el diablo de la seguridad, a cambio de sacrificar la aventura, el riesgo, la potencia de ser. «No te será ya permitido amar», no es sólo el precio que el diablo le pone al artista genial que quiere elevarse sobre lo humano, sino que puede ser el precio que pagamos todos los días por intentar ser civilizados en una sociedad «demasiado humana» (como habría dicho Nietzche). El otro apunte. Se ha acusado a menudo a Mann de falta de corazón, de frialdad, especialmente por la consideración racional que hace de los dilemas de sus personajes: esos interminables diálogos no acerca de sus sentimientos como querría la novela burguesa, precisamente sino acerca de sus ideas. La acusación no sólo es tonta, es algo peor, es insensible. No sólo las ideas son una pasión en Mann casi siempre comunicada a sus lectores sino que esa pasión ese dolor es un tema central de su obra. En esa distancia entre la idea y la realidad, entre el arte y la vida, nos ataja el diablo y nos tienta. A pesar de su lerda insensibilidad, aquella acusación contra el principal novelista intelectual del siglo veinte, ha tenido un efecto dañino que llega hasta nuestros días. Entre los varios empobrecimientos de la ficción posmoderna habrá que constatar también este triunfante y deplorable descrédito de la novela de ideas en general. Sustituida, cuando mucho, por la novela narcisista del escritor sin ideas. Al cual correspondería un lector hedonista -cuyo hedonismo miserable no incluiría el placer de pensar. Mann, como hijo convencido del siglo XIX burgués y liberal, fue dado por muerto varias otras veces en el curso de las décadas pasadas desde su fallecimiento (más recientemente por lo que Harold Bloom llama la Escuela del Resentimiento, que lo sepultó a él y a la novela de ideas en el mausoleo de los Dead White Males). Sin embargo hoy, en el contexto de un nuevo liberalismo triunfante y un aburguesamiento masivos, pocas voces literarias suenan más profundas y avisadas acerca de los valores espirituales y los pactos fáusticos que una época como esta ofrece al artista. Y, en general, a la sociedad contemporánea.

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